Carta excéntrica #13
Un viaje desde la infancia hasta las estrellas, lecturas incómodas y el rescate de la memoria de los barrios.
Vuelve la Carta Excéntrica una vez encarrilada la operación “Año Nuevo, Vida Nueva”, que es lo que tiene la reinvención y el meterse -literalmente- en jardines. También te digo que hay un poco de pereza para la cosa micropodcast, así que ya veremos si regresa o no ese formato, no prometo nada.
Sagan y las Voyager
En tiempos de obsolescencias programadas, es increíble que la Voyager 1 haya vuelto a dar señales de vida 45 años después de su lanzamiento, cuando ya se la consideraba perdida y desde más allá de nuestro sistema solar. Nada menos que a 25.000 millones de kilómetros de la Tierra.
Fue Carl Sagan quien tuvo la idea de que, muchos años después de la partida, la nave se diera la vuelta solo un momentito para tomar una fotografía de lo que dejaba atrás. El resultado, la famosa imagen de nuestro planeta, apenas visible, vagando en la inmensidad del espacio como un diminuto y “pálido punto azul”.
La cosa es que la pasión de Sagan por la astronomía le venía desde pequeño. La Biblioteca del Congreso de EEUU conserva un dibujo suyo hecho en los años 40 y titulado "La evolución del vuelo interestelar".
El entonces niño pinta tres astronautas con trajes sorprendentemente parecidos a los que lucirían realmente décadas después y rodeados por un collage de titulares inventados en los que se da cuenta de posibles hitos de la exploración espacial por venir como “¡¡¡La nave espacial llega a la Luna!!!” o “Vida encontrada en Venus”. El tipo era un crack desde chaval.
Sagan fue además el director del comité que diseñó los “Golden Discs”, los discos de cobre bañados en oro que las dos Voyager llevan a bordo y en los que se intenta resumir cómo es la Humanidad, por si se da la improbable circunstancia de que una civilización extraterrestre los encuentre algún día. Mensajes en una botella interestelar.
Cada momento histórico tiene los sistemas de almacenamiento de conocimiento que tiene. Así que en los años 70 a todo el mundo le pareció obvio que el soporte idóneo para enviar información sobre nuestra especie fuera ese: un disco.
Dentro se guardaron fotografías, esquemas científicos, saludos en varios idiomas y música. Mucha música. Pero mucha. La mayor parte del contenido de nuestra carta a las estrellas es una relación de canciones tradicionales, composiciones de Bach, Beethoven o Stravinsky y éxitos del pop de aquellos años.
Por cierto, el “Here Comes the Sun” de los Beatles se quedó en tierra a última hora por culpa del veto de la compañía discográfica. Quizás la EMI temía ver vulnerados sus derechos una vez la canción abandonara el planeta…
A lo que iba es que, gracias en buena medida a la elección de ese soporte y no cualquier otro, me gusta pensar que cuando los alienígenas encuentren los discos deducirán que lo que nos define por encima de todo es… ¡la música!
La Humanidad como playlist.
Casa de citas XIII
“Probablemente, no exista mayor logro humano que merecer amor al final”.
Una(s) lectura(s)
Una lectura doble de Ariana Harwicz. “Mátame, amor”, un puñetazo en la boca del estómago escrito como en un arrebato y cuya trama y lenguaje se despeñan progresivamente hacia un trance alucinado. Dicen que el libro, que ya tienes unos años, va a ser adaptado al cine con Martin Scorsese como productor.
El segundo, mucho más reciente, es “El ruido de una época”, un ensayo en tres partes donde la argentina se pronuncia contra la mediocridad, la falta de atrevimiento y las campañas de cancelación; defiende la literatura como transgresión, la separación entre vida y obra, entre autores y personajes y critica el revisionismo presentista, capaz de mutilar el arte para que se adapte a la moral contemporánea.
Lo que me recuerda a la historia de Thomas Bowdler, quien editó en 1847 unas “obras completas” de Shakespeare sustituyendo de forma sistemática las palabras y escenas que consideraba malsonantes y truculentas por otras más amables.
Tengo reparos con algunas afirmaciones del libro de Harwicz y coincido con otras. Entre las coincidencias, que se puede apreciar el valor una obra aunque esté firmada por un gilipollas redomado, un cretino integral, un amoral abominable o una racista emborrachada de prejuicios.
A bote pronto y sin establecer correlaciones (bueno, a lo mejor un poco sí), Lovecraft, Capote, Houellebecq, Hemingway o Woolf no pasarían la prueba del algodón, pero ese no es motivo para dejar de leerles y, mucho menos, para retirar sus libros de las bibliotecas o quemarlos en la plaza.
(Salvo en el caso de Lovecraft, por razones estrictamente literarias).
Una serie.
El Tom Ripley de los libros de Highsmith es frío, inteligente y va ganando en estilo en cada entrega. El que interpretó en el cine Alain Delon es un envidioso que triunfa gracias a su falta de escrúpulos. El que encarnó Matt Damon es un antihéroe atractivo y enamorado que actúa por despecho. Y el de esta miniserie de Netflix se hace sospechoso a ojos de casi todos y resulta bastante torpe, chapucero y falto de mundo: un buscavidas con suerte.
Guste más o menos la adaptación y cómo se dibuja al protagonista, ya te habrá llegado el runrún de que la fotografía de Robert Elswit es brutal. Solo por eso merece la pena. Si necesitas razones adicionales, ahí van dos más: el descanso que supone su ritmo lento y que sale John Malkovich.
Un podcast
En realidad, un conjunto de audios y otros materiales bajo el nombre de “Voces de la Dehesa”.
Una serie de fichas sobre lugares, personajes, imágenes y testimonios orales de la historia reciente de esta zona de Madrid.
Es uno de los prototipos del Laboratorio Ciudadano Dehesa de la Villa, una iniciativa del Espacio Bellas Vistas, la Asociación Hebras de Paz Viva y Espacios Comunes Lorenzana, en colaboración con el Centro de Información y Educación Ambiental Dehesa de la Villa, Archivista Amateur, Wikiesfera y La Digitalizadora de la Memoria Colectiva. Se trata de promover proyectos y comunidades en torno a la memoria colectiva de la Dehesa de la Villa y sus barrios. Ahí andamos enredando…
Hala, hasta la próxima ✋.
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