Cuando Haydn perdió la cabeza, cita con el más allá y los paseos de Walter Benjamin
Carta excéntrica #12
Un podcast cortito y al pie ( o, mejor, a la cabeza) para esta carta dominical. En los temas que lo acompañan hay mucha foto curiosa y más vídeo del habitual así que, para no petar el correo, os dejo esos asuntos en forma de enlaces con los curiosear en Substack. Allí, en el apartado “Notas”, hay más cositas. !Buen día!
Haydn y sus cabezas
No es que el músico y compositor Joseph Haydn fuera especialmente atractivo. Sin su inseparable peluca, con los pólipos que tanta guerra le daban y la cara marcada por las consecuencias de la viruela, nadie diría que se trataba de una belleza. Pero la pasión que despertó entre sus contemporáneos hizo que perdieran la cabeza por él y también se la hicieron perder a Haydn, literalmente.
Prolífico y admirado, brevemente maestro de composición de Beethoven y, pese a la diferencia de edad, amigo y un verdadero relaciones públicas para Mozart, de quien contaba maravillas a todo aquel que le prestase oído, Haydn se convirtió en una institución.
Truncada su carrera por la mala salud que arrastraba y que le impidió seguir componiendo en sus últimos años, murió en 1808, a los 77 años, fuera del foco de las modas del momento y en un discreto retiro en Viena. Lo hizo en el peor momento, en plena invasión de la ciudad por las tropas de Napoleón, así que, en lugar de recibir una sepultura digna de su genio, los restos del músico acabaron en un cementerio de las afueras.
“Haydn yacía en una gran habitación, vestido de negro y nada desfigurado. A sus pies colocaron las siete medallas de París, Rusia, Suecia y Viena. Después de las cinco de la tarde, le llevaron en un ataúd de roble a la iglesia de Gumpendorf, la rodearon tres veces, le bendijeron y le llevaron al cementerio de Hundsturm. Ni un solo director vienés le acompañó.”
Diario de Karl Rosenbaum, secretario del príncipe Esterházy.
Su entierro contó con poca presencia de la escena musical vienesa, pero al menos se le rindieron honores en el funeral, donde sonó el Réquiem de Mozart y se exhibieron las muchas condecoraciones que obtuvo en vida.
Y aquí es donde las casualidades de la vida empiezan a hacer de las suyas. Resulta que, además de la de ir invadiendo países por ahí, en Europa triunfaban por entonces otras modas, como la frenología.
El médico alemán Franz Joseph Gall se obstinó en recuperar viejas teorías que sostenían que el carácter de una persona estaba directamente relacionado con sus rasgos físicos y, de manera particular, con la forma y estructura del cráneo. Sus hundimientos, protuberancias y recovecos se mapearon intentando señalar cómo cada una de las diferencias determinaba las capacidades y hasta los actos futuros de los individuos.
Uno de los seguidores austríacos de estas teorías fue Joseph Rosenbaum, quien había trabajado como secretario personal del príncipe Esterhazy justo en los años en los que Haydn fue acogido como músico por la noble familia.
Al morir el compositor, Rosenbaum y varios compinches suyos pensaron que el desinterés por la tumba les ofrecía una oportunidad irresistible. ¿Tendría el cráneo de Haydn alguna característica que le predispusiera para el talento musical? ¿Cómo es que una cocinera y un carretero que tocaba el arpa de oído alumbraron un vástago así, con esas dotes musicales excepcionales? ¿Se atreverían a profanar una tumba en nombre del avance de la ciencia de la frenología?
“Sujétame el cubata”, dijo Rosenbaum. Bueno, o algo similar. El caso es que exhumaron y decapitaron el cadáver, le hicieron un lifting integral a la cabeza a base de baños con lejía y comprobaron –como era de esperar en un grupo de frenólogos visionarios, claro- que sí, que el cráneo de Haydn mostraba inequívocamente una rara protuberancia en la parte central de la zona superior del cráneo. Y un bulto en esa zona era propio de los bendecidos con el don de la música.
Demostrado lo cual, otro de los implicados, Johann Peter, fue el encargado de custodiar durante unos años la calavera, que luego entregaría a Rosenbaum, de quien se dice que la exhibía como un trofeo de caza para deslumbrar a las visitas.
Poco tiempo después, el heredero de la casa Esterhazy, Nikolaus II, decidió honrar como se merecía a Haydn, construyendo un mausoleo a la altura de su gloria. Pero, al desenterrar los restos, comprobó que faltaba la cabeza. No le costó mucho seguir los rumores que llevaban hasta Peter y Rosenbaum, su antiguo empleado, ya que era conocida su pasión por la fisiognómica y la frenología. Así que mandó a la guardia de palacio a casa de este último con órdenes de requisar la calavera.
Se cuenta que los soldados revolvieron a fondo el domicilio, salvo un lugar: la cama donde reposaba la esposa de Rosenbaum, aquejada -según explicó- de fuertes dolores menstruales. Y allí, bajo el colchón, es donde se escondía el cráneo. Al príncipe no le convencieron las excusas cuando los soldados regresaron con las manos vacías y exigió la entrega inmediata el botín.
Rosenbaum, para salir del aprieto, le habría entregado una calavera de alguien claramente más joven que el anciano Haydn, así que no coló. Pero, ante los requerimientos del príncipe para que se dejara de tonterías y -hay que reconocérselo- con una admirable presencia de ánimo, se hizo en una empresa de pompas fúnebres con otra calavera, esta vez más más acorde con la edad del músico en el momento de su fallecimiento, para endilgársela a Nikolaus II como si fuera la original. Y esta vez funcionó el engaño.
En 1829, Rosenbaum confesó en su lechó de muerte que era el depositario de la verdadera reliquia y legó la calavera de Haydn a su amigo Peter, quien la guardó en su casa durante una década antes de donarla a un médico, el doctor Karl Haller. A su vez, éste se la entregó al patólogo Karl von Rokitansky. Y la cabeza siguió rodando, porque sus hijos la donaron a la Sociedad de Amigos de la Música de Viena en 1895, donde se decidió exhibirla dentro de una vitrina, encima de un piano.
Pero no termina ahí la historia. Ya sabiendo que al cuerpo de Haydn no le correspondía la cabeza que reposaba con él, otro descendiente de los Esterhazy, Paul, encargó una tumba de mármol para el compositor y negoció la entrega de la auténtica calavera que, finalmente y ya en 1954, pudo unirse a su dueño.

Ah, si te preguntas qué paso con la falsa, pues nadie supo muy bien qué hacer con ella. Decidieron no enredar más el asunto, así que, sí, en la morada final del músico en Eisenstadt reposa un Haydn con dos cabezas.
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